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San Gregorio Armeno


    Último día de viaje en Nápoles. Todo estaba planificado, así que fue, unas horas antes de coger el vuelo, para cuando dejé lo de visitar la zona donde se vendían estas figuras para el belén. Pregunté en el hotel dónde era que las vendían, si en alguna tienda; y me mandaron a la via San Biagio dei Librai. La recorrimos muy rápido, que no nos quedaba demasiado tiempo y, por entonces todo era una curiosidad pueril. Si vimos alguna tienda con luces navideñas, o con regalos de celofán. No olvidemos que nos encontrábamos en pleno agosto. Y ya, a poco de darnos por vencidos, caímos en una esquina donde se abría al fondo un arco bajo un campanario barroco. Se trataba de la via San Gregorio Armeno. No la olviden. Ésta sí es la calle.
 
   San Gregorio Armeno se trata de una minúscula porción de cierto zoco. Es la milla del belén. Es un anticuario en sí que no ha dejado de respirar. Doblar aquella esquina fue caer en un burgo del siglo XVIII dominado por un solo gremio: el de los presepistas; o como se diría en castellano: los belenistas. Cada tienda era una oda a la artesanía de lujo. Y digo de lujo porque fue ahí donde mi intención de comprar una parejita de pastores se vino abajo; pues una sola figura de calidad podía superar los 900 €. Ya veremos más adelante por qué. Los tenderetes de las puertas se mezclaban unos con otros. Los artistas te saludan desde la puerta o te invitan a entrar. No para que compres, sino para que admires la excelsitud de sus obras. Más adelante también contaré lo que vimos asombrados en aquella calle. Por ahora sólo comento que, acuciado por el placer que me causaba admirar aquellas obras, no pude si no llevarme unas cabezas de barro para montar yo mi propio misterio.

Arte entre ruinas

   Por mi amor a la Historia y a la arqueología me propuse para 2011 realizar mis vacaciones allá donde estuvieran las ruinas más sorprendentes del Mundo. También éstas las había conocido de niño gracias a un libro titulado "Grandes Desastres". Y me lancé a Nápoles, desde donde partiría para conocer la mítica Pompeya.
   Pompeya es, más de lo esperado: espectacular. Una ciudad romana conservada en el tiempo, como una pieza barnizada enorme. Tal como estaba cuando fue sepultada por la furia del Vesubio se encontraba; como si sus habitantes fugados, o aquellos que todavía estaban allí de "cuerpo" presente, fueran a detenernos para preguntarnos qué hacíamos en sus casas, observando sus objetos, sus frescos, sus jardines, sus fuentes...
  De Nápoles podría decir mucho también. Para los españoles, que es una "Lisboa" en el Mediterráneo; la "Sevilla" italiana tomada por los cartagineses (los cartagineses de hoy, claro). Es una ciudad-monumento hundida por su propia pasión, su propia desidia, comida por su religión católico-pagana. Es una piedra esculpida, forrada de bronce dorado graffiteado... y pizza.
 
   Pero la sorpresa de todo este viaje me llegaría en el hotel. Un hotel pequeño situado en un piso en el interior de la Gallería Umberto. Todo el establecimiento estaba decorado de obras de arte y, como no, de la obra cumbre de la artesanía local más sublime: de pastores napolitanos. Figuras de lo más decorado y de la más alta calidad que despertaron enseguida aquel recuerdo latente, aquel interés por las miniaturas y mi belenismo mamado.